Madrid. 1976. La noche comenzaba a envolver la Ribera de Curtidores y las calles aledañas al Rastro. Apenas quedaban ya dos o tres puestos de los cientos que habían florecido durante la mañana. Un extranjero caminaba solo, perdido, en busca de la pensión donde se alojaba. Y los madrileños, impacientes por resguardarse del frío de aquel gélido invierno, regresaban presurosos a sus casas.