Muchas veces, las cosas que nos parecen menos importantes son las que más interfieren en nuestra vida.
Nadie se alarma mucho por tener picores –¿a quién no le ha picado algo alguna vez?–, porque así, a priori, no parecen un síntoma de nada grave, solo un incordio. Pero ¿y si esa comezón no fuese algo pasajero, nos atormentase a todas horas y ni siquiera nos permitiese una noche de sueño tranquilo? ¿Y si esa sensación de hormigueo y quemazón fuese tan insoportable que tenemos que rascarnos hasta hacernos heridas mientras la gente nos mira con desconfianza, como si tuviésemos parásitos o una enfermedad contagiosa?
Muchas veces, las cosas que nos parecen menos importantes son las que más interfieren en nuestra vida.
Nadie se alarma mucho por tener picores –¿a quién no le ha picado algo alguna vez?–, porque así, a priori, no parecen un síntoma de nada grave, solo un incordio. Pero ¿y si esa comezón no fuese algo pasajero, nos atormentase a todas horas y ni siquiera nos permitiese una noche de sueño tranquilo? ¿Y si esa sensación de hormigueo y quemazón fuese tan insoportable que tenemos que rascarnos hasta hacernos heridas mientras la gente nos mira con desconfianza, como si tuviésemos parásitos o una enfermedad contagiosa?