Se llamaba Eileen Lydon. Tenía veintinueve años. Su padre, Pat, llevaba una granja en County Galway, y su madre, Mary, era profesora de geografía. Tenía una hermana, Lola, tres años mayor que ella. Lola había sido una niña robusta, valiente, traviesa, mientras que de pequeña Eileen era nerviosa y enfermiza. Pasaban juntas las vacaciones escolares, jugando a elaborados juegos narrativos en los que adoptaban el papel de unas hermanas humanas que lograban acceder a reinos mágicos; Lola improvisaba los giros fundamentales de la trama y Eileen la seguía. Cuando los tenían a mano, alistaban para los papeles secundarios a primos más pequeños, a vecinos y a los hijos de amigos de la familia. Entre ellos estaba, en ocasiones, un niño llamado Simon Costigan, que tenía cinco años más que Eileen y vivía al otro lado del río en lo que había sido en su día la casa solariega de la localidad. Era un niño sumamente educado que llevaba siempre ropa limpia y decía gracias a los adultos. Padecía epilepsia, y a veces tenía que ir al hospital, un día incluso se lo llevaron en ambulancia. Cuando Lola o Eileen se portaban mal, su madre Mary les decía que por qué no podían ser más como Simon Costigan, que no solo era buen niño, sino que tenía la dignidad añadida de «no quejarse nunca». Cuando las hermanas se fueron haciendo mayores, dejaron de incluir a Simon y a ningún otro niño en sus juegos y emigraron al interior de la casa, donde esbozaban mapas ficticios en papel de carta, inventaban alfabetos crípticos y se grababan en cintas de casete. Sus padres miraban esos juegos con una benévola falta de curiosidad, y les suministraban encantados papel, rotuladores y cintas vírgenes, pero sin mostrar ningún interés por saber nada de los habitantes imaginarios de países ficticios.